domingo, 6 de noviembre de 2016

Sombras de agua


Espero que estén al recibo de ésta vuestras mercedes bien:

Después de todo este tiempo de no haberme puesto en contacto por escrito con todos ustedes, yo el doctor don Fernando de Zúñiga y Ayala, vizconde del Castañar, creo que es menester y tengo el deseo de ponerme en relación con todos los que leísteis mi anterior misiva para poder contarles los hechos acaecidos desde la finalización de mi anterior aventura por tierras vascas y castellanas en el año del Señor de 1683 y las que acontecieron en las del siguiente de 1684 sobre mi humilde persona y sobre las de mi fiel asistente, Pelayo Urtiaga.

Pero antes de sumergirme en estos procelosos acontecimientos, os debo de comunicar que en finalizando mi anterior carta, hacía una humilde petición a mi muy querido biógrafo oficial, don Félix G. Modroño, ilustre y entusiasta escritor de pluma certera y eficaz que en el futuro siglo XXI tuvo a bien disponer que mi vida y mis cuitas fuesen conocidas por sus coetáneos. Recuerden vuestras mercedes que allí le pedía encarecidamente que tuviera a bien retomar mis andanzas, después de haber escrito dos magnificas novelas sobre otros apasionantes personajes ajenos a mi persona, para desentrañar y cerrar tantas incógnitas que había dejado abiertas en la vida de mis seres más queridos.

Os he de confesar que desconozco de que manera le habrá podido llegar a don Félix G. Modroño esa carta que yo ya suponía perdida, pero me consta que llegó a sus manos y la leyó con tanto cariño como por mi fue escrita, aunque no tengo la certeza de que haya sido el motivo para que retomara mi triste y sacrificada vida a raíz de su lectura o ya lo tuviese en mente y proyecto con anterioridad.

El caso es que el relato ha sido escrito y lo ha titulado con un bello nombre como es el de Sombras de agua y en donde narra el encargo que me hace la Reina Madre de nuestro señor el Rey don Carlos II, que Dios guarde muchos años pese a su muy precaria salud que no vaticina nada bueno.

El último trimestre del año de 1683, después de nuestra vuelta desde las planicies vallisoletanas de Trigueros y Corcos del Valle, tras poder resolver el misterio con mi innata intuición, que otros osan llamarla suerte, y que me ha elevado al trono del mas alto investigador de la época en España hasta traspasar las fronteras y llegar a toda Europa, sobre la muerte en extrañas circunstancias por envenenamiento del pendenciero, jugador de naipes, amante del buen vino y gran amigo mío, don Pedro Urtiaga, Pelayo y yo volvimos de regreso a mi querida Salamanca. Los días transcurrían plácidos. Mi hija Leonor había decidido volver a ingresar en el convento de Santa Clara donde le esperaba mi otra hija, Cristina, dejando a Pelayo en un estado melancólico que aliviaba leyendo los versos amorosos de Lope de Vega y las Novelas ejemplares de don Miguel de Cervantes. Fue hacia el final del año cuando recibí la notificación de doña Mariana de Austria para que acudiese al viejo Alcázar de Madrid, pues tenía un encargo de vital importancia que hacerme y que no permitía dilación.

Partimos prestos Pelayo y yo hacia la Corte a lomos de las yeguas árabes de capa negra, Azabache y Zafir, regalos que doña Mariana me había hecho, y el agua nieve nos recibió, tras tres jornadas en silencio en las que tan sólo hablábamos con nuestros respectivos fantasmas, al cruzar el río Manzanares por el puente de Segovia de la villa madrileña la última tarde del año.

Mientras esperaba la llegada de mi benefactora, de la que sigo presintiendo de que sus donaires hacia mi persona encierran sentimientos secretos, esperé en un despacho de la planta baja del Alcázar solazándome en el magnífico lienzo que don Diego de Velázquez pintó para retratar a la infanta Margarita y a sus meninas que decoraba majestuosamente una de sus paredes. Doña Mariana, tras agradable conversación me encomendó partir hacia la Serenísima República de Venecia para intentar convencer al Dogo a que entrase en la Liga Santa contra el turco porque nuestra triste España, otrora poderosa e imperial, se encontraba en bancarrota y me despidió diciéndome las hermosas palabras de que yo era una persona de bien y que no conocía a nadie con tal templanza como la mía, ni con mi sabiduría y que le inspiraba confianza a todo quien estuviese a mi alrededor, confesándome que entendiese que sólo podía encomendarse a Dios y a mi persona al pedirme esta delicada misión por su familia, por España y por toda la cristiandad.

Prestos partimos hacia Valencia en la que permanecimos el tiempo indispensable para terminar de avituallar el galeón que nos debía llevar hacia Venecia a cumplir el encargo diplomático encomendado. Allí celebramos la Epifanía y mientras tanto el arzobispo me pidió que ayudara a la resolución del robo de la reliquia del Santo Grial que se veneraba en la catedral de la ciudad levantina, y Pelayo se metió en un enredo sobre la venta de una esclava del que, como bien pude, tuve que sacarle.

Navegamos unas cuantas jornadas y tras la niebla de invierno que difuminaba su estampa, avistamos la enigmática ciudad nacida de las aguas y asentada sobre una laguna. Nos recibía Venecia, una ciudad tan inhóspita como subyugante, donde se respiraba una niebla tensa que impregnaba la noche cerrada, tan larga como fría, mientras el candil de una de las barcazas que navegan por sus canales intentaba abrirse paso entre la espesura como algo efímero, como un espejismo en medio del canal y que al amanecer, esa niebla comienza a acicalarse de gris claro. Una Venecia llena de espías e inmersa en los fastos de sus famosos carnavales en el que sus habitantes van vestidos con amplios ropajes y sus rostros, ocultos tras máscaras, no permiten poder distinguir si se trata de un hombre o de una mujer.

Notificada a las autoridades de la ciudad la petición de la reina madre de España que me había traído hasta allí, en espera a la decisión al respecto de estas sobre la conveniencia o no de aceptarla, me imploraron que investigara sobre una amenazante nota que han recibido en la que está escrito un misterioso mensaje anónimo que dice que Venecia se hundirá en sus aguas para desaparecer para siempre, comunicándome al mismo tiempo que me ayudará en lo que hay detrás de todo ello una dama, Elena Corner Piscopia, la primera mujer reconocida con un doctorado universitario, quien a su vez ha organizado en la ciudad una reunión a la que asisten los más sabios científicos de la época sobre el debate de si sigue vigente el pensamiento de Aristóteles.

Lo que aconteció durante el mes que estuve en Venecia se lo dejo a vuestras mercedes para que lo lean con visión propia en Sombras de agua de don Félix G. Modroño, pues él sabe narrar con su maestría habitual mucho mejor que yo tantos sucesos extraordinarios que me tocó vivir allí, llenos de robos de reliquias, muertes extrañas, asesinatos espeluznantes, calles por las que transito y las disquisiciones de los científicos que Elena Corner Piscopia me relataba en los innumerables paseos en góndola que hice con ella, en un relato donde se cruzan variopintos personajes como los músicos Stradivari y un Vivaldi niño cuyo padre, barbero de profesión, tiene el empeño de que alcance la gloria, y los filósofos como Newton, Halley o Leibniz entre otros muchos, hasta poder descubrir con mi famosa intuición todos los enigmas, además de otra de las virtudes que la edad me ha ido dando para dominar la crispación cuando esta me invade, guardando silencio que no hagan excederme en comentarios de los que después pueda llegar a arrepentirme y no perder nunca la compostura, pues no ofender a nadie redunda en mi propio beneficio, aunque también estoy convencido que cuanto más razono y cuanto más utilizo el sentido común o la prudencia, más se me cruzan pensamientos intempestivos.



Pero si es mi deseo detenerme en la persona de Elena Corner Piscopia , con la que disfruté de su conversación inteligente y me estremecí en sus silencios, con sus miradas ahogadas de curiosidad y sus sonrisas sutiles. Con Elena Corner Piscopia  he conseguido por fin pensar en otra mujer que no sea mi adorada esposa Pilar Maldonado cuyo fallecimiento, tan cruel e inesperado como prematuro, me sumió en mi carácter taciturno y en mis ropajes y golillas negras. Es tanta la admiración que he ido cogiendo por ella que cada vez que aparecía se me difuminaba todo cuanto la rodeaba, de manera que su figura parecía emerger magnética sobre un entorno borroso.

Escribo estas líneas en el verano de 1684 desde mi mansión de Salamanca, seis meses después de haber regresado de la ciudad de Venecia. Hace unas horas mi ama de llaves, Isabel, me ha traído para cenar un suculento plato de la deliciosa olla podrida que ella sólo sabe cocinar y una carta que ha traído un mensajero. He cenado de forma pausada, pensando y cavilando sobre todo lo acaecido durante mi estancia en la Serenísima República de Venecia, sobre Pelayo, mi fiel asistente zamorano al que quiero como a un hijo, que sé que algo me oculta en los acontecimientos allí sucedidos aunque crea que no me he percatado de ello y sobre el agradecimiento que le profeso a don Félix G. Modroño del que también sé que me profesa a mi y que siempre me tiene en sus pensamientos, aunque no esté escribiendo sobre mi persona. Si así no fuese, ¿cómo explicar esa sublime Pietá, Signore de Stradella que escuché a una niña interpretar como si se tratase de un ángel y él plasmarla en una de sus bellas novelas que transcurre en su querido Bilbao donde otra niña de coletas y hermosos ojos grises escuchará en la iglesia de San Nicolás y alzará sus preciosos ojos hacia el cielo porque cree que está cantando un ángel mientras un niño la observa maravillado desde un banco situado detrás de ella?



He terminado de cenar y me he acercado a la ventana. La he abierto para que la brisa de la noche refresque la estancia y he abierto el sobre que me trajo Isabel y las noticias son tan terribles y tristes que he roto a llorar y a gritar de forma desgarrada maldiciendo mi vida que parece haber sido señalada por la mala suerte. Pero es mi ilusión que descubran todo esto en la gran novela que es Sombras de agua que les aseguro que no les dejará indiferentes.

Me despido igual que ya lo hice en mi anterior epístola, rogándole a don Félix G. Modroño que continúe pensando en mí, y en cuanto pueda y tenga un hueco en sus múltiples asuntos y responsabilidades siga contando mi vida, mis aventuras y mi historia.

Queden vuestras mercedes con Dios y atiendan mi ruego de leer Sombras de agua y las dos novelas anteriores sobre mis cuitas. Y comentenlo con sus conocidos y, sobre todo, con don Félix G. Modroño, al que vuelvo a agradecer su tiempo y dedicación hacia mi humilde persona, porque a mí ya no pueden hacerlo al llevar varios siglos muerto y existir solo en la prodigiosa imaginación de tan magnífico autor y en la memoria de sus emocionados lectores.

     En Salamanca, un día de finales de agosto del año del Señor de 1684

Doctor Don Fernando de Zúñiga y Ayala, Vizconde del Castañar.



©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

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