lunes, 2 de enero de 2017

Los perros de la eternidad



Leo la nueva novela de Alejandro López Andrada, Los perros de la eternidad, y necesito volver a escuchar, como tantas veces hacía en mi adolescencia, a Jim Morrison. La habitación se llena de su voz grave y profunda y de los teclados de esa mítica canción en la que tantos jóvenes aprendimos ese inglés de andar por casa: jinetes en la tormenta, en esa casa nos echan al mundo y a ese mundo somos arrojados como un perro sin hueso que morder, un actor sin público, somos jinetes en la tormenta...

Somos los que hemos nacido en esa época del tardofranquismo, como esos perros heridos que escuchábamos sin parar las canciones en inglés de The Doors, Jimmy Hendrix o Janis Joplin y despreciábamos la música en español porque ansiábamos huir de ese mundo gris oscuro, siempre en la memoria en blanco y negro, cabalgando en esos caballos que galopaban bajo la tormenta.

Ahí queda la historia de Los perros de la eternidad, el recuerdo del tiempo pasado, el tiempo de la adolescencia que se recupera en una constante en nuestra memoria. La imagen de una mujer muerta en un lago y la de un hombre que cae desmadejado, justo al pie de la tumba en la que entierran a su padre para que, en estado de coma, empiece a recordar su vida mientras que está recluido en la habitación de un hospital, su infancia, en un poblado minero al que debe regresar a cuidar a su padre muy enfermo y su existencia a la actualidad en la ciudad de Córdoba.

Leer a Alejandro López Andrada es leer siempre lo mismo, pero con la sensación de que siempre estás leyendo algo diferente. Ese mundo rural hoy casi extinguido, una sociedad urbana que está herida por el desencanto de una crisis que ojalá fuese solamente económica, su lirismo poético que no puede obviar ni olvidar ni escribiendo novela, los paisajes de sobrecogedora belleza de su Valle de los Pedroches, la emoción que vierte en su texto, sus pájaros, la naturaleza, el agua, el enternecimiento conmovido, la ternura, el odio y el amor... y sus personajes que se convierte por arte de magia ya en inolvidables como estos nuevos: Genoveva, el Poeta, Ángela, el Sota, Barrabás, Elvira, Anastasia, Hugo, Bernal, Vasili, Alicia, ...

Encierra muchas cosas Los perros de la eternidad, pero una de las más importantes es que se convierte en la novela de la Córdoba de nuestros días, una Córdoba que se alza como uno más de sus protagonistas. Dice Alejandro López Andrada que es una novela para enamorarse de Córdoba, y yo añado y afirmo que es una novela para enamorarse, además de Córdoba, de la literatura de este escritor y poeta cordobés, si es que no lo estás ya como yo lo estoy desde la primera vez que leí algo por él escrito. Una Córdoba que es contraposición del mundo rural que el autor vivió hace cuarenta o cincuenta años con su paisaje urbano actual en donde aparecen sus tabernas, barrios y calles, así como su vida social. Una Córdoba viva. Una Córdoba recreada en los ojos y en los rostros que su protagonista ha dejado atrás y que echa de menos, una ciudad sencilla y amable, con sus cosas buenas y no tan buenas, con sus muchas virtudes y también con sus defectos, con sus huellas históricas y sus modernidades, con el fulgor que barniza el alma de sus piedras, los patios y los puentes, el río y sus molinos, inmortalizando el cielo, el sol, la brisa que alegran su carne soñolienta de dama, con su Ribera y su Mezquita, la Judería de calles laberínticas, el Alcázar, los cálidos jardines y el patio de los Naranjos, con sus rincones atractivos y entrañables de sabor popular. Una Córdoba de alma romántica, a veces provinciana, y otras, en cambio, elegante y displicente, escondiéndose secretos de amores y desamores, de citas furtivas, de negocios sucios, umbríos, y, también, de actos hermosos, solidarios, de barrios alegres, azules, campechanos, y bulevares solemnes, adinerados, por donde pasean gente enamorada y feliz, parejas tristes, algunas señoras elegantes, de alta alcurnia, y algún que otro anciano hundido en la mendicidad. Sus calles, sus plazas, sus parques poblados de vuelos de palomas y de bellas mujeres que pasean indiferentes a lo que sucede a su alrededor, sus luces y sus sombras, sus pequeñas, medianas y grandes historias íntimas, ocultas en los ojos comunes de personas que, a diario, se hallan a su alrededor que hacen de ella como una gran mujer gestada en el vientre de lo universal.

Es Los perros de la eternidad una novela que encierra muchas historias, todas entrañables y emocionantes, donde se reflexiona sobre el pasado del tiempo, sobre lo que hemos sido en otro tiempo, con amor, intriga y actualidad, y donde se contraponen el constante mundo rural de Alejandro López Andrada con el mundo urbano en una muy certera recreación de ambos. Los perros de la eternidad es una novela que nos enseña que la vida está repleta de absurdas paradojas donde se mezclan la verdad y la mentira, lo imposible y lo real, los sueños que parecen convertirse en auténticos por la alegría y la luz que nos conceden y otros, hipnóticos y tangibles, que cuando se viven y se sienten parecen realidad a pesar de que nunca lleguen a ser, llenándonos de esa angustia  que es el vértigo de la realidad, y a los que nos aferramos en nuestras caídas, cuando nuestro ánimo ya roza el suelo, en un mundo injusto en el que la Naturaleza no siempre es selectiva y, a veces, quita de en medio a quienes siembran la ternura, la paz, la armonía y el amor, en una oscuridad perenne y un silencio en el que nos sumimos por no quebrar las normas oxidadas y mugrientas de un mundo hipócrita en el que pagan siempre los más débiles y triunfan los machistas y los avaros, mientras se castiga el sentido del perdón, la paz, el amor, la ternura y la piedad. Un mundo que los de nuestra generación, la de Alejandro López Andrada y la mía, vivimos de jóvenes y ahora, desencantados, volvemos a ver que se repite mientras nuestra vida se aleja de manera irremediable y empezamos a estar cansados para hacer ya algo para evitarlo. Pero nos queda la memoria como los peldaños de una escalera fantasmal que sube a un desván donde ya no habita nadie y en donde ya no entrará el sol que refulgía en nuestra niñez, en nuestra adolescencia y en nuestra juventud, donde nos sostenía la firme convicción de que podríamos cambiar la realidad de un país lastrado por el franquismo y su posterior herencia moral con nuestra rebeldía y nuestra lucha. Los de nuestra generación luchamos por ello y ahora observamos desolados que conseguimos muy poco pues, hoy mismo, políticos retrógrados, empresarios voraces y banqueros sin alma siguen oponiéndose con todas sus fuerzas , artimañas y mentiras a todo lo que huela a avance social en nuestra tierra, en donde aún ladran, como lo hacían entonces, exactamente cuando éramos niños, los perros malditos de la eternidad.

Levanto la pluma del papel, En la habitación ya no suena la melodía de Jinetes en la tormenta, pero Jim Morrison sigue cantando es de duele dejarte libre, pero tú nunca me seguirás; el final de las carcajadas y las mentiras piadosas, el final de las noches que tratamos de morir, este es el final...

Me he quedado absorto mirando el papel mientras me envuelve la canción y mis ojos se empañan de emoción. En los próximos días releeré Los perros de la eternidad porque Alejandro López Andrada siempre me hace recordar, y la memoria y los recuerdos son los que nos permiten seguir viviendo.


©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

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